lunes

Liebe zum Leben


No había pensado, a lo largo de un año, en lo perfecta que se veía, plasmada en un recuerdo, la imagen de si misma en un autobús volviendo a una ciudad que no era su hogar, leyendo a Jack London en un idioma que no era el suyo. Lo más superficial de todo lo que había ocurrido es lo que más le hacía pensar en la relevancia del devenir. El tiempo, y lo rápido que éste había transcurrido, era  descaradamente algo más allá de lo que podía entender. Parar y pensar que precisamente todo es nada de lo que había imaginado. Parar y pensar de nuevo que está bien, que ya le habían advertido que el ritmo de una hora es trascendente en la medida que lo integraba en el recuerdo. Como un instante convertido en aquello por lo que realmente vive, le recordaba a aquella escena en la que coser una media parece ser la excusa para insistir en que la tautología es una estupidez. 

Luego el silencio, repetidamente vacío. La sobrecarga de intenciones absurdas. Las malditas noches de luna llena. Las inagotables situaciones evitando el deseo. La constante tentación de huir de los escenarios familiares. Y el refugio, siempre el mismo refugio, una tenue luz, un ambiente cargado de humo, la acción protagonizada por una actriz que se debe a guiones escritos en noches de verano pensando en el frío y la posibilidad de Alaska. No espera grandes transformaciones cuando ve que los instantes más profundos se hallan siempre en los mismos detalles. 

Es entonces cuando, sin gran sorpresa, después de leer aquello que había escrito un tiempo atrás, “me da miedo pensar que algo evite que pase”, cae en la cuenta de que no hay nada que estrictamente altere sus deseos. Todas las decisiones relevantes la han llevado por caminos abstractos, llenos de monstruosidades, llenos de indicios que apuntan a que jamás encontrará en ellos la libertad que siente al poder recordarse a si misma en un lugar desconocido, leyendo un libro inesperado, escrito en un idioma extraño. 

Algo que la conduce de nuevo a la indecisión, a decidir que prefiere no comprender y esperar, mientras se fuma un cigarro con Billie Holiday, que el camino de monstruos avance hacia ella.

domingo

Schnee

Después del asesinato, Karin decidió seguir manteniendo la normalidad de las situaciones que esperaban de su presencia. Había notado brechas inevitables que la asediaban en momentos determinados; cuando contemplaba el sofá, cuando cogía la autopista, cuando se bañaba y el agua se deslizaba por sus piernas hasta llegar a sus tobillos, cuando cogía un tren o cuando la noche se apoderaba de su soledad.

Los días pasaban con más o menos normalidad. Las personas no se llegaron a percatar nunca de su fisura. Lo llevaba con gracia, de un modo personal, tierno, incluso divertido. Aceptó, sin entender por qué, que toda la vida estaría allí; la brecha, el resquicio, que no llegaría el momento del olvido eterno. Entendió que la inmortalidad la acompañaría en forma de ataque espontáneo, como un fantasma del pasado, impregnando de dolor la línea del tiempo.

Y mientras las brechas sólo clavaban una aguja hirviendo en la herida, en diversas ocasiones se vulneraba la trinchera que escondía la lava, que escondía la tragedia de su vida. Entonces el drama humedecía el ambiente, el libertinaje con el que interpretaba estas situaciones era desesperante, sin premeditación, sin sentido, una explosión de cinismo sin control. Sucedía entonces que las miradas se cruzaban y todo empezaba a sangrar.

Karin comprendía debido a esos momentos sin justificación que aquel secreto es lo único que le quedaba. Así, mediante la intención, escamoteando pensamientos, evitando y provocando, mirando o sabiendo que la miran, así se mantiene su estúpido humor, su insignificante dignidad. Y evitando la catástrofe de la revelación, vivía inertemente, manteniendo el tipo.

Finalmente, llegó el día de su muerte verdadera, y decidió dejar escrito en algún lugar, que “en algún momento de mi vida quise volver a la escena del crimen, al momento previo del asesinato y volver a sentir…”. Su secreto se fue con ella, rozando siempre el espacio real, acariciando la frontera entre lo inteligible y lo sensible. Agradeciendo no obstante, a pesar del entierro de su integridad, haber acariciado a alguien sin querer teletransportarse a Vancouver.


Gracias Billie.