domingo

Un secreto en Villa Borghese

Cuando me siento obligada a hacer algo que no me apetece hacer suelo repetir en mi cabeza una vez detrás de otra lo siguiente:

La hora del crepúsculo. Azul añil, agua cristalina, árboles brillantes y delincuescentes. Los raíles se pierden en el canal por Jaurès. La larga oruga de costados laqueados baja como una montaña rusa. No es París. No es Coney Island. Es una mezcla crepuscular de todas las ciudades de Europa y América Central. Las explanadas del ferrocarril ahí abajo, los raíles negros, enmarañados, no ordenados por el ingeniero, sino de trazado cataclismático, como esas finas fisuras de hielo polar que la cámara registra en diferentes tonos de negro.

Y entonces ya me siento mejor.


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